domingo, 9 de noviembre de 2008

DESDE GRECIA, LOS BARBARON SIEMPRE SON LOS OTROS

"Fútbol nuestro que estás en el Cielo,/ santificado sea tu nombre..."

RACISMO, XENOFOBIA Y CHOVINISMO, QUE BIEN QUE LE QUEDAN...
El sábado 3 de agosto de 1996, por ejemplo, fue la última jornada en este mundo del obrero brasilero Elías Farías (45). Ese día, los insolentes negros nigerianos, un poco más oscuros del que iba a ser víctima fatal, que ya habían dejado fuera del Mundial de Estados Unidos a la Argentina y del fútbol, prácticamente para siempre, a Diego Maradona, pillado in fraganti con un cóctel de efedrina en el cuerpo por motivos que ni el presidente de la AFA, ni el DT Alfio Basile ni el médico del equipo pudieron explicar por qué el ya estragado astro formaba no un rancho aparte en materia médica y de ingestas, sino una galaxia propia con leyes particulares de uso oficial y exclusivo. Pero la Argentina no puede explicar nada; menos que menos sus profesionales, los que tendrían que haber sancionado de por vida al galeno del plantel no por lo ocurrido con el oriundo de Villa Fiorito seriamente afectado por las adicciones y otras prácticas no deportivas, sino por salir al campo de juego y cruzarlo varias veces, en todos los partidos, a vista y piaccere de millones de pantallas del mundo, con un buzo que en la espalda, salvo los ciegos, podían dejar de percibir el logotipo de la multinacional Bayer y a los egresados de las Facultades de Medina, bajo juramento hipocrático, les está expresamente prohibido hacer cualquier tipo de chivo con los medicamentos, así sea con un paciente particular, so pena de retirarles la matrícula. Este muy peculiar incidente, que noveleramente se llegó a disfrazar de artero e imperialista complot de la CIA, tuvo su broche blanqueador y legalista cuando todos acaban de volver en gloria y majestad en plena primavera del 2008 a la conducción técnica de la selección, con un cuerpo colegiado que en los papeles conduce otro médico..

El trabajador Farías vivía con su concubina argentina en un hotelito de por ahí cerca y con un amigo habían ido a ver el partido al bar que está junto a las vías del (todavía entonces) ferrocarril Mitre, en el paso a nivel de Lacroze, estación Colegiales. Al terminar el encuentro, para nada alcoholizado ni provocador, salió festejando estentóreamente no la derrota argentina en sí, sino el asado que mano a mano le había jugado a su capataz, el que estaba convencido que los blanquicelestes los iban a mambear de tal forma a los grones que se iban a llevar media docena por lo menos de regalo y de vuelta. La alegría del carioca, para quien lo quisiera escuchar, giraba en torno a lo que gozaría al día siguiente cuando le viera la cara al que lo había gastado hasta no dar más y gozado por anticipado de lo que daba por descontado, como era un paseo, la pérdida de tiempo de 90 minutos, en su cabeza no cabía ni por asomo la posibilidad de una derrota, menos que menos semejante derrota y semejantes consecuencias de todo tipo, hasta personales.

Otros no lo interpretaron así. Un grupito de jovencitos de clase media, comunes, del montón, de buenas y trabajadoras familias, arquetipos aburridamente estereotipados de porteñitos piolas, futboleros, piel rigurosamente blanca y ojos claros, de otra raza y nacionalidad, que paraban en el otro bar, en el que está en el otro lado de las vías, en cambio tomó la euforia sancochada con portuguesismos como una insoportable afrenta al Ser Nacional de un negro de mierda que encima se venía a matar el hambre gracias a la grandiosa e inconmensurable generosidad argentina, siempre abierta a la buena voluntad de todos los hombres del planeta que quieran venir a habitarla, y le entraron a dar tal tunda que no tardaron en plancharlo en el suelo y, una vez allí, remataron la obra a patadas, no se iba a reír más el hijo de puta de los más grandes del mundo, del país de los Pelusa, los Cani y los BatiGol, qué joder, andá a gritar con San Pedro y Pelé, andá.

Demás está decir que el apabullado, derrotado capataz, se ahorró de tener que ponerse con la apuesta que tan honorablemente había perdido, pero la plata la tuvo que poner en flores sobre el cuerpo de su subordinado, de ese morocho brasileño buenazo, buen trabajador y mejor compañero con sus pares criollos, que para los valores con que se rigen ellos, nada más había cometido el pecado de ponerse un poco hocicón en medio de una realidad que ya no comprenden, frente a una juventud que ya no entiende nada de nada como no sea de apetitos a saciar inmediatamente, frente a un mundo que se les ha vuelto súbitamente inextricable, además de estar cada vez más difícil sobrevivirlo. Posiblemente nunca se llegue a saberlo por qué la inserción social de semejante tipo de ciudadanos no da para esos gastos que no arrojan ningún beneficio, y es si el bazuca todavía sufrió post mortem la ignominia de no ser devuelto a su tierra, si hasta los huesos quedaron acá, en campo visitante, futboleramente algo así como a condenarlo a constantes muertes reiteradas, a seguirlo matando cada noventa minutos.

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